Una de las cualidades que debe tener una buena traductora (o traductor) es la de dudar. Al adentrarme en un nuevo texto, a no ser que sea uno de esos certificados que he traducido miles de veces, lo primero que me asalta son las dudas. Y no dejo de tenerlas hasta que entrego la traducción. En ese momento intento trazar una raya mental en mi cabeza y pasar a otra cosa. De lo contrario, las dudas me seguirían asediando y acabaría… en fin… algo así:


Pero dudar es bueno. Bien es cierto que si eres político y dudas, probablemente no llegues muy lejos (así nos va), y en general, tampoco es recomendable esa parálisis a la que te lleva la incapacidad de tomar una decisión porque las dudas se te comen. Pero ay de la traductora que no duda. Ay de quien no comprueba que determinada palabra no tiene una acepción oculta que es precisamente la que invoca la autora. Ay si no te tomas un buen rato para pensar y repensar cómo darle la vuelta a esa frase tan alemana para que suene igual de natural en castellano. Hay que ponerlo todo en duda, no creerse nada, llegando incluso al nihilismo del Gran Lebowski, si pretendes entregar una traducción por la que podrías, llegado el caso, jugarte una botella de Kahlua.

No nos creemos nada, tío.

Mis peores cagadas en traducción han sido por no dudar, por dar las cosas por sentado, por pasar cosas por alto. Y últimamente he tenido una duda recurrente, cada vez más frecuente, y cada vez más incómoda. Por un lado, siempre he tenido claro el principio de intentar pasar de puntillas por las obras que caen en mis manos, sin que se note que estuve allí. Hasta que me encuentro cosas como esta:

o esta:

¿Qué hacer cuando te encuentras una cosa así? Son expresiones que nos parecen inofensivas, un tratamiento del género de lo más normal… precisamente porque nos lo han repetido del derecho y del revés desde bien pequeñitas. Me he ido dando cuenta de que, como bien explica María Reimóndez aquí, la traducción no puede considerarse un proceso lingüístico en el que la lengua A se introduce en una caja negra y se devuelve en la lengua B. También es una actividad marcada por el poder y las desigualdades. Por tanto, la traducción nunca puede existir “fuera” de la ideología, entendiendo la ideología no como un conjunto de ilusiones (en el sentido de la teoría marxista), sino como un “conjunto de conocimientos, experiencias y valores que intervienen en nuestra interpretación de la experiencia”.  Así, en palabras de Althusser: “what thus seems to take place outside ideology […] in reality takes place in ideology”. No hay escapatoria. Todo lo que hacemos, y por supuesto también nuestra actividad traductora, tiene lugar dentro de nuestra ideología.

Resumiendo, y en mis propias, no tan académicas palabras: la no acción también es acción. Al decidir no intervenir en determinados casos, también estás interviniendo, perpetuando una ideología dominante, la ideología de quienes están en el poder, la que se reproduce sin cuestionarse y por la que se supone que has de intentar pasar “de puntillas”. Y en mi humilde opinión, es posible ─aunque sin duda es un reto─, mantener la propia ideología sin traicionar el texto original.

Ahora sí, parece que algunas dudas se van disipando. Por suerte, no todas.

Feliz 8 de marzo.